Cosificación y extractivismo: elementos para la discusión
Por Pablo Dávalos http://clajadep.lahaine.org
En el capitalismo, el discurso económico
tiende a transferir a los objetos propiedades que pertenecen a los seres
humanos. La constatación más evidente de ello está en el concepto de
“capital”. En ese concepto, la referencia inmediata es a los objetos,
como máquinas, tecnologías, o dinero, pero nunca se visualiza a los
seres humanos y, peor aún, a los procesos históricos que los subyacen.
Se considera a una máquina, una tecnología o una cantidad de dinero como
capital prescindiendo de los seres humanos que son parte fundamental de su existencia.
Marx había identificado a ese fenómeno como alienación o fetichismo de
la mercancía, y el filósofo G. Luckács identificaría a ambos como
reificación
(también lo denominaba: “objetivación fantasmal”). La cosificación, o
reificación, da cuenta de un fenómeno paradójico: los seres humanos
crean al mundo, pero éste no les pertenece. Así, la realidad se les
aparece como algo extraño y por fuera de sus propias condiciones y su
propia historia. En el fetichismo mercantil, los seres humanos otorgan a
las mercancías poderes taumatúrgicos sobre su propia realidad. Los
luditas, por ejemplo, veían en las máquinas la explicación de su
desempleo, no en las relaciones históricas generadas desde el
capitalismo.
La cosificación y el fetichismo configuran una
especie de ontología del capitalismo en la cual la existencia de lo Real
está en los objetos, no en los seres humanos. Los seres humanos deben
apelar a los objetos para demandar presencia ontológica, es decir, para
reclamar existencia y reconocimiento. Un ser humano sin objetos que
atestigüen y certifiquen esa existencia, se convierte en un ser humano
por fuera de toda posibilidad de reconocimiento social. Es un paria del
sistema. En el capitalismo, para
ser es necesario
tener. En inglés el término “
looser”
se ha convertido en la expresión que designa esta subordinación de lo
humano en los objetos, un término, además, con una fuerte carga
peyorativa. De esta forma, la mirada que los seres humanos tenemos sobre
nuestra propia realidad, es una mirada alienada, cosificada.
Ahora bien, contradictoriamente es esta misma mirada alienada y
cosificada la que consta como sustrato analítico, teórico y
epistemológico cuando se estudia a los territorios y la desposesión en
el discurso crítico del extractivismo y de la economía ecológica.
En efecto, en el discurso crítico sobre el extractivismo los territorios aparecen de la misma forma que aparece la noción del
capital en
la economía: como un objeto externo y alienado a los seres humanos;
como un objeto sin historia ni referencias sociales. La mirada alienada
produce una cesura radical entre el territorio, al cual lo convierte en
objeto del deseo de la codicia del capital, y los seres humanos, que se
transforman en víctimas de esa codicia y que son expulsados de ese
territorio. Así, el discurso crítico del extractivismo parte de una
constatación evidente, pero constituida desde la alienación y el
fetichismo.
Marx advertía que el capital no es una cosa sino
una relación social mediada por sus condiciones históricas concretas. De
la misma manera para el territorio, este no es un objeto del deseo, es
una relación social y, añadiría, simbólica, mediada por esas relaciones
sociales, históricas y simbólicas. Cuando la mirada cosificada se posa
sobre un fenómeno histórico tiende a replicar las cesuras provocadas
desde el poder.
Eso es lo que sucede con la mirada cosificada
del discurso crítico sobre el extractivismo. El territorio se convierte
en objeto sobre el cual se ejerce la violencia de la acumulación del
capitalismo. El discurso sobre el extractivismo, cuando opera desde la
cosificación, mira a los territorios como objetos desprovistos de toda
relación social y toda significación simbólica. En tanto objetos, los
territorios se vinculan a las estrategias de la acumulación como
mercancías y sometidas a los mismos procesos que cualquier otra
mercancía.
La descripción del proceso de desposesión de los
territorios realizado por el discurso crítico sobre el extractivismo no
deja de corresponder a la realidad de la violencia de la acumulación,
pero no por eso deja de ser un discurso alienado; de la misma forma que
el discurso económico que considera a las máquinas, la tecnología o el
dinero, como formas de capital y como mecanismos de ahorro-inversión, si
bien da cuenta de los procesos de inversión y rentabilidad del capital,
no por ello deja de ser una mirada cosificada.
Desde esa
visión cosificada, el extractivismo aparece como actividad económica
concreta que opera sobre recursos económicos, asimismo, concretos. Así,
extractivismo es, valga la tautología, extraer renta de recursos
naturales, en especial, mineros, hidrocarburíferos, biodiversidad,
agronegocios, entre otros, a través de mecanismos de circulación
capitalista global, sobre territorios determinados y, al mismo tiempo,
la expulsión de los habitantes de esos territorios por medio de la
violencia.
En esta visión cosificada, la relación entre
territorios, extracción, renta, despojo, y circulación del capital, se
convierte en una relación lineal causa-efecto, y se pierde toda
consideración histórica, social y simbólica del territorio, amén de la
dialéctica entre dominación y resistencia. El discurso crítico sobre el
extractivismo añade las dimensiones sociales y simbólicas de los
territorios, por fuera de las dinámicas del extractivismo, porque en
realidad lo considera como una actividad concreta de extracción o,
utilizando un extraño neologismo que proviene de E. Gudynas:
“extrahección”, es decir: “extracción con violencia”.
Sin
embargo, los territorios son producciones humanas. Son tan objetos como
podría ser una máquina o una tecnología determinada, que fuera de su
contexto social pierde toda significación. Aquello que explica al
territorio es su contenido humano. El territorio, por tanto, no es una
cosa, no es un objeto por fuera de esas relaciones humanas. No es un
contexto geográfico en el que consten determinados recursos y sobre el
cual se despliega la historia humana. El territorio es más que eso. Es
una trama humana, condensada en su historia, y es esa trama la que crea y
re-crea a los territorios, la que les da su significación y proyección
en la sociedad.
Si esto es así, los territorios se crean y
re-crean constantemente, y van más allá de cualquier referencia
geográfica concreta. Los seres humanos producen los territorios y estos a
su vez inciden sobre los seres humanos. Se produce una especie de
simbiosis, de relación de complementariedad, de reciprocidad. Para los
pueblos indígenas, por ejemplo, es tan importante la relación con los
territorios que estos forman parte de su propia ontología política. En
esa creación y re-creación de los territorios, las dimensiones que
emergen son múltiples, en especial aquellas que se determinan desde lo
simbólico.
De los territorios con referencias espaciales
específicas y que tienen características geográficas concretas y que se
han constituido a lo largo del tiempo, los seres humanos también han
creado territorios totalmente simbólicos y que no constan en ninguna
geografía específica. Son territorios virtuales. Quizá no tengan las
características específicas de un territorio físico y geográfico, pero
eso no quita el hecho de que sean producciones humanas y que compartan
aquellas significaciones fundamentales de todo territorio: espacios de
vida, identidad, convivencia, referencia, e historia.
Los
territorios son una expresión más de la realidad humana. Forman parte de
esa realidad histórica y social. De la misma forma que la riqueza es
creada desde las posibilidades humanas, los territorios, físicos o
virtuales, entran en esa compleja y contradictoria realidad de lo humano
como creaciones concretas del mundo humano. Así, una máquina, o una
tecnología, o una cantidad de dinero, se convierten en capital cuando
alteran el entramado histórico y social al cual pertenecen, no son
capital en sí mismas, su condición de ser
capital
nace ya condicionada por ese entramado histórico desde el cual han sido
creadas; de esta misma manera, un territorio, físico o virtual, siempre
hace referencia a ese entramado histórico y social y a las
interacciones que desde él se generan. Intervenir sobre un territorio es
intervenir sobre la complejidad y la totalidad humano-social de la
historia. Es alterar las significaciones que se han construido desde
esos territorios y que dan sentido a la vida humana.
Ahora
bien, la violencia del capitalismo, como violencia fundamental y
radical, tiende a separar a los seres humanos de su propia historia. La
forma mercancía emerge y se constituye, precisamente, desde esa
violencia fundamental. De la misma manera que se separa al productor de
su producto, también se separa a los seres humanos de sus territorios, y
se convierte a los territorios en
ob-jetos (
ob: fuera de sí;
jetos: lanzar, arrojar).
En el capitalismo, lo Real en cuanto realidad se convierte en
ob-jeto;
es decir, en algo que está fuera de los seres humanos, en algo que no
les pertenece, en algo con lo cual los seres humanos no se identifican.
Así, lo Real se cosifica. Al cosificarse se separa radicalmente de los
seres humanos y de la creación de su propia realidad y se presenta como
algo extraño a ellos. Los seres humanos crean la riqueza social a través
de la producción pero también crean y re-crean a los territorios como
espacios simbólicos, independientemente de su realidad geográfica o
física, pero la separación radical que produce la violencia del
capitalismo los hace aparecer como estructuras cosificadas de Lo Real.
Los seres humanos se crean a sí mismos a través de las cosas, pero no
ven esas relaciones sociales que se tejen detrás de las cosas. Proceden
de la misma manera con respecto a su territorialidad. Los territorios
dejan de ser esa producción humana para convertirse en objetos; en
evidencias físicas y objetivas, en realidades externas a la historia
humana. En fuente de aprovisionamiento, escenario, o vertedero de
desechos.
Mas el proceso de separación entre los seres humanos y
su propia realidad tiene en la teoría, especialmente en la ciencia
moderna, un discurso que lo sanciona y legitima socialmente. La ciencia
moderna es un elemento clave para la cosificación del mundo. Quizá el
mejor ejemplo de cómo un discurso científico sanciona y legitima la
cosificación de lo Real esté en la economía. En efecto, como
discursividad, la economía no pretende ni descubrir, ni esclarecer los
mecanismos de la cosificación del mundo. Más bien al contrario, la
economía los encubre y los recubre de un manto de legitimidad social e
histórica. Quizá el mejor ejemplo de ello sea el discurso económico
sobre los salarios.
En efecto, la economía pretende explicar el
comportamiento de los salarios con categorías teóricas que no son
económicas sino demográficas (por ejemplo el concepto ricardiano de los
“bienes salario”), porque no existe ninguna posibilidad teórica de
definir un valor para el salario, y eso por una razón epistemológica
fuerte: no hay ninguna ley del valor, al interior del discurso
económico, que explique el precio del salario (peor aún la denominada
Ley del valor-trabajo). No obstante, la noción de salario se legitima a
nivel social y los trabajadores no disputan la producción de la riqueza
sino el incremento del salario en los contratos laborales. Esto
significa que el productor no reclama el producto que ha creado, aunque
ese producto sea su propia sociedad y su propia historia, sino que se
contenta con un pago en moneda por algo que nada tiene que ver con el
hecho de que la sociedad en la que vive ha sido creada por él mismo pero
que, sin embargo, no le pertenece. El pago del salario está hecho para
garantizar que el trabajador no reclame lo que de por sí le pertenece:
su propia vida.
Quizá otro ejemplo de la forma por la cual el
discurso de la economía es funcional para encubrir y proteger la
cosificación de lo Real está en la inflación de los precios que es
presentada y asumida como fenómeno estrictamente económico y monetario,
cuando en realidad es básicamente un fenómeno político.
Un
proceso similar se puede apreciar en el discurso sobre el extractivismo
como discurso cosificado. Este discurso asume el territorio como un
objeto. Al considerarlo como un objeto, le desaloja de toda
consideración simbólica y, en consecuencia, de toda pertenencia a la
totalidad humano-social. Si en el discurso de la economía, el concepto
de salario encubre el hecho de que su consistencia teórica está hecha
para garantizar y legitimar la separación del productor con respecto a
su producto, en el discurso del extractivismo, se provoca un pliegue en
el cual el territorio se desprende de todas sus referencias simbólicas
para aparecer solo como objeto susceptible de generar renta. En ese
pliegue, el territorio pierde su significación simbólica y se convierte
en recurso natural. De la complejidad que lo estructura y lo define,
solo queda la utilidad que, a su vez, es integrada a la esfera del
oikos.
Como
ob-jetos,
los territorios aparecen por fuera de la sociedad y se convierten en
escenario o disposición geográfica. De esta forma, el pensamiento
crítico que quiere deconstruir y cuestionar la dinámica extractivista,
finalmente coincide con el discurso extractivista: los territorios se
convierten en objetos geográficos que poseen recursos susceptibles de
ser mercantilizados. Para este pensamiento cosificado, la historia se
convierte en destino: los pueblos están condenados a la violencia del
capitalismo porque sus territorios son ricos en recursos naturales. Es
la “maldición de la abundancia”, la “enfermedad holandesa”, o el
“determinismo tropical”, entre otros ideologemas.
Así, se
produce una convergencia entre el discurso del extractivismo y el
discurso crítico del extractivismo. Ambos ven en los territorios los
recursos naturales que, de una manera u otra, generarán rentas. Para el
discurso extractivista, en su versión más simple e ideológica, esa renta
puede crear las condiciones para el desarrollo económico, el
crecimiento y la superación de la pobreza; para el discurso crítico del
extractivismo, esa renta más bien perpetúa la pobreza, genera
externalidades negativas, y acentúa el “mal-desarrollo”. Empero, en
ambos discursos subyace, como fondo, la cosificación. Quizá sin
proponérselo, el discurso crítico del extractivismo termina siendo el
envés de una misma praxis de poder.
Ahora bien, si la violencia
del capitalismo separa al productor de su producto, y a la sociedad de
su propia historia, el discurso crítico debe realizar una especie de
sutura sobre ese desgarre. El discurso crítico no puede ni repetir, ni
adscribir, ni suscribir la cosificación del mundo. El discurso crítico
debe advertir de la reificación del sistema y debe partir de una
posición crítica con respecto a esta cosificación. Si la estructura de
la realidad está desgarrada por la cosificación, es necesario
denunciarla y proponer una crítica que le permita a la sociedad
recuperar aquello que legítimamente le pertenece: su propia historia.
No existe una “maldición de la abundancia” en los territorios, porque
estos no son culpables de la violencia de la acumulación del capital, ni
tampoco una “enfermedad Holandesa”. El extractivismo no es solamente
extraer renta de los recursos naturales de los territorios, en realidad
es la expresión por la cual la acumulación capitalista separa a la
sociedad de sus contenidos simbólicos y referencias históricas que se
presentan y re-presentan en los territorios, cualquiera sea la forma que
estos asuman.
Un pozo petrolero, o una mina a cielo abierto, o
una plantación de transgénicos, o una represa hidroeléctrica, entre
otros, si bien representan dinámicas del extractivismo, no lo agotan ni
lo evidencian en su totalidad. El extractivismo va más allá de eso. El
extractivismo interviene sobre los territorios en sentido amplio de la
misma manera que la explotación fabril interviene sobre la creación de
riqueza y enajena a los trabajadores de su propia vida en sentido
histórico.
Si los territorios son creaciones humanas que se
crean y re-crean constantemente, y si aquello que los caracteriza es
dotar de identidad, referencia y convivencia a la vida humana y social,
entonces el extractivismo cuando interviene sobre los territorios,
también altera las dimensiones de identidad, referencia y convivencia de
toda sociedad. El extractivismo, efectivamente, coloniza los
territorios y extrae de ellos recursos naturales que los vinculan a la
financiarización y circulación mercantil, pero también destruye las
identidades, las referencias simbólicas y la convivencia social
asociadas y vinculadas a ese territorio. Las identidades, referencias y
convivencias, al ser colonizadas por la violencia del extractivismo, se
difractan en fragmentos en los cuales la sociedad no puede reconocerse.
Los seres humanos, y las sociedades, producen constantemente
territorialidades, porque son puntos de referencia para su propia
identidad, de su ser-en-el-mundo. Existe una especie de ontología y
también una fenomenología en los territorios. Por ello, cuando el
extractivismo fractaliza los territorios, es decir, los desintegra en
múltiples fragmentos, la sociedad busca la forma de re-crear desde
nuevas condiciones, aquello que ha perdido. Necesita crear esos
referentes que le asignen una estructura coherente para su propia vida.
Esa creación es inherente a la resistencia al extractivismo. Pero esa
resistencia debe ser domeñada. A la fragmentación de los territorios
corresponde una dialéctica de re-creación de nuevas territorialidades
desde la violencia extractiva.
En efecto, la dinámica
extractiva, al mismo tiempo que desintegra los territorios, los
reintegra en nuevas territorialidades construidas desde la lógica de la
cosificación del mundo. Al ser desalojados de toda referencia histórica,
de toda memoria ancestral, de toda posibilidad de convivencia y
solidaridad, reaparecen como territorios vacíos, como espacios sin
historia ni memoria. Los territorios que emergen desde la violencia
capitalista, son espacios de disciplina y control. De vigilancia y
obediencia. De jerarquía y orden. De utilidad y función. Los territorios
que emergen desde el extractivismo son aquellos que el antropólogo
francés Marc Augé denominaba los No-Lugares: espacios homogéneos en su
arquitectura y funcionalidad, que permiten una identidad común y
accesible a toda la sociedad bajo las prescripciones del capitalismo y
la cosificación. El ejemplo más pertinente es aquel de los centros
comerciales o los aeropuertos, pero también pueden ser adscritos a su
lógica la estructura misma de las ciudades modernas.
El
extractivismo, por tanto, no es solo un pozo petrolero, una refinería,
una plantación, una mina a cielo abierto, entre otros, sino también los
No-Lugares. Las ciudades disciplinarias, los espacios homogéneos y
funcionales en los cuales se despliega el mundo unidimensional del
homo economicus.
Pero los No-Lugares no podrían ser funcionales sin una lógica
concentracionaria que los integre y discipline. Un centro comercial es
un No-Lugar, que también replica la lógica concentracionaria, como
espacio de disciplina, orden, control y vigilancia.
Considerar
al extractivismo como una dinámica de la violencia del capitalismo que
desgarra la totalidad humano-social, abre espacios para una crítica más
radical y permite incorporar al horizonte crítico aspectos que antes
quizá pasaban al margen de las dinámicas extractivas pero que forman
parte inherente de ellas. Si existen territorios que son virtuales,
entonces necesitamos una posición teórica que nos permita comprender
cómo funciona el extractivismo en esos territorios virtuales. Cuál es la
significación de esa intervención y de qué maneras son colonizados
desde el extractivismo esos territorios virtuales.
El
extractivismo desterritorializa lo Real para re-territorializarlo en los
No-Lugares y en las dinámicas disciplinarias y concentracionarias del
capitalismo tardío. El extractivismo no es un fenómeno que aparece en la
periferia del capitalismo, sino que lo constituye en su esencia. Las
resistencias al extractivismo implican la re-creación de nuevas
territorialidades que disputan su sentido de identidad, pertenencia, y
referencia a los No Lugares y a las lógicas disciplinarias y
concentracionarias.
La resistencia al extractivismo siempre ha
posicionado como estrategia su defensa a la vida. Las comunidades que
resisten el extractivismo están plenamente conscientes que aquello que
está en juego es la vida, tanto de su comunidad, cuanto de ellos mismos.
Para ellos el territorio no es una cosa que pueda generar renta, es
parte de su vida misma. Cuando la violencia extractiva los desaloja de
sus territorios, se convierten en aquellos caminantes de los que hablaba
Brecht: de aquellos que llevan siempre consigo un ladrillo para
mostrarle al mundo como era su casa.